El arte ha dejado de ser para nosotros una delectación, algo que se mira como un terreno de juegos estéticos, complaciendo el hedonismo de los sentidos. Se ha convertido en un “campo de batalla” en el cual se dirime el porvenir moral e intelectual del hombre que está muy por encima de todas las medidas proclamadas por las nociones históricas de la estética. Esta eclosión total del ser humano en su más intrínseca y profunda realidad está pasando ya el “muro del arte”.
Llega ya a causarnos verdaderas náuseas la palabra arte y todos sus derivados, por lo que encierran de acomodaticio, adormecedor y evasivo. Ignorar en el momento actual el grito y la protesta, lo inexplicable y lo absurdo, encasillándose cómodamente, fuera de todo riesgo, en la representación de un mundo caduco, es la peor traición que puede cometerse ante el eterno devenir de la creación humana.
Nos hemos desinteresado por completo del arte en sí mismo, no solo como amena delectación, sino también como medio de expresión, al tener mas importancia para nosotros una “obra de arte” por lo que ella niega que por lo que afirma.
Las últimas conquistas de plástica contemporánea, al poner toda su actividad al servicio de la destrucción de las imágenes adquiridas, que el hábito y la cultura divulgadora han sedimentado en el ojo humano, devuelven al hombre la íntegra visión de su realidad con todo lo que ella tiene de extraña, paroxística y sorprendente.
Al perder el “arte”, por radicales actos de afirmación y negación, su característica de medio de expresión se transforma en una pura actividad del espíritu, en un hecho eminente antológico en el que, uniéndose dialécticamente medio y fin en un “arte otro”, el creador ya no “figura el mundo”, sino que inscribe su acto en el orden del universo “figurándose” a sí mismo a través de él. El ciclo del arte como cualidad, accidente o atributo, está llegando a su extinción, pasando a ser de más en más una sustancia del ente, un puro acto del ser.
Para los que, de una vez para siempre, hemos dado el paso decisivo hacia la aventura total del hombre en esta hora de liquidación y ruptura histórica, en la cual no caben puertos de amparo, cómodas posiciones inhibitorias o cobardes regresiones, solo podemos tomar una posición decente y sincera, tener el más completo sentimiento de responsabilidad ante nuestras obras y la más total conciencia ética en nuestros fines, y ello en contra y por encima de todo esteticismo. “Sin conciencia ética, un pintor es solo un decorador” ha dicho Robert Motherwell.
Palabras de catecismo son para nosotros las que lanzara Unamuno, en noviembre de 1905, y que tan vigentes son en la actualidad: “Este indecente esteticismo es el aliado natural del más pernicioso conservadurismo, y a título de buen gusto, de parsimonia, de humanismo, de respeto a la tradición, se nos trata de imponer la “cobardía moral”.
A todos cuantos tienen de la tradición un concepto de rémora y sedentarismo mental, oponemos los valores permanentes de la historia del espíritu humano que, sin justificaciones hipotéticas, dan fuerza de razón a nuestros actos contemporáneos. Goya, por ejemplo, con su serie negra y sobre todo en varios dibujos en donde con su genio inmenso anticipa con elementos no figurativos, las más recientes actividades del “informalismo”.
Para nosotros la tradición no está hecha de cadáveres sino de hechos con vitalidad presentes que, en el caso específico nuestro, acción pictórica, tienden a liberar la visión humana, haciéndonos con ello partícipes de la liberación completa del hombre.
Nuestras obras son útiles y, como dijo el poeta Paul Eluard, “somos necesarios. Estamos con lo que es condición humana, contra el arte que niega la vida, por un “arte otro”, un “arte además”, y si es necesario por el “anti-arte”.
PAPELES DE SON ARMADANS Nº XXXVII
ESPECIAL EL PASO
AÑO IV. TOMO XIII. ABRIL, 1959